Nací hace veinte años y nunca supe de Manuel Alcántara hasta hace
unas semanas. Nunca leí nada de él. Espero que mi edad sea suficiente disculpa. Pero ayer, observando la sonrisa de Teodoro
León Gross en aquel homenaje, me di cuenta de mi error. Era la suya una sonrisa sincera, tan plena que hasta
él mismo dudaba de ella: sonreía primero a medias, después plenamente para luego a morderse los labios. Era una sonrisa tan alejada del gesto socarrón y
altivo que le había asociado siempre que me despertó. Despertó mi yo interior. Tras
siete horas de ponencias, cuarenta y cinco minutos de retraso y una siesta
perdonada, observar esa mirada suya me hizo arriar las velas. Recobré la
soltura pensante justo para escuchar a Manuel Alcántara. Bebí de él y me
emborraché.
Detrás y delante quedaron y quedaban columnistas, opinadores
divertidos con los insultos que generan en las redes preguntándose qué hacer
con los mendrugos de internet. Llevándose la cabeza a las manos (y no al
contrario) a su manera, que es la ironía, por eso reían. Quejándose de que les
ofenden por tan solo escribir su opinión, cuando el ser humano siempre se ha
matado entre sí por sus opiniones. No sé de qué se sorprenden. Más peligro, les digo, tiene un tipo con una
piedra en la mano y un escudo en el pecho que otro tecleando sin mayúsculas ni
acentos.
Allí había gente sentada al lado de los próximos ponentes y ni lo
sabían. Mientras otros, de académica presencia, habían estudiado la cuartilla
sin emoción. Con la intención de hacerse ver y acercarse a unos referentes que
están en ese otro escalón. Por eso triunfa Twitter, es la sala del rectorado
donde se encuentran soñadores y soñados. Es como ir a un entrenamiento de
fútbol, no vas a aprender los ejercicios que realizan, vas para conseguir que
te firmen un autógrafo. Y aún se cuestionan, estos columnistas, por qué de Twitter.
Preguntándose también por qué aquí pueden vivir de eso, de la columna, y no así en otros
países, cuando la verdadera respuesta es simplemente cuestión de caracteres.
Que no serían nada si no fuera por la
pereza lectora del español y, perdonen todas estas generalizaciones, porque si yo no
terminara ahora, ni mi madre me leería.